Fotografía contemporánea por Francisco González Fernández.

All Things Must Pass de Juan Rodríguez

Siempre me he inclinado por entender la fotografía como expresión del pensamiento, en tanto palabra de una forma de lenguaje propiamente artístico. Siempre he creído en la capacidad de la fotografía para la ficción, el relato, la narración y la alegoría. Siempre he estado convencido de que la imagen nos ofrece estructuras semánticas sensibles que no nos presentan el mundo real tal y como es, sino que nos proponen un paseo por la frontera que media entre la vigilia y el sueño, entre las luces y las sombras, entre la opacidad y la transparencia. En realidad, en la propia inamovilidad de la imagen fotográfica se encuentra su incapacidad para representar fielmente el mundo, tal y como a lo largo de tantos años de pensamiento lógico y cartesiano se nos ha querido hacer ver, porque es precisamente en esa rigidez en donde se halla su predisposición para la deriva imaginativa y poética.

Cuando conocí -hace ya muchos años- la obra de Juan Rodríguez me atraparon su aparente desorden compositivo, en realidad rigor y orden, el guiño irónico y a veces melancólico de las coincidencias que en ellas se podía atisbar, la densa luz de sus sombras, el despojo de todo lo superfluo y la búsqueda constante, aunque imperceptible, de la belleza en el orden natural de las cosas.

Juan Rodríguez lleva mucho tiempo -casi treinta años- comprometido con la tarea de dar forma a un relato, un relato que se construye en un perpetuo trayecto a lo largo de muchas ciudades, países, lugares y rincones de nuestro planeta, un vasto viaje a ninguna parte en busca de un acontecer desconocido. No se trata de un viaje hacia algo tangible y real, sino hacia el encuentro mismo de lo que sólo es posible reconocer cuando se encuentra. No estamos en presencia de la búsqueda de la diferencia en un todo uniforme y unitario, sino más bien del incierto destello que ilumina un instante de armonía en el conjunto del universo de las cosas.

En esa búsqueda de lo ignoto y de la efímera armonía del mundo, Juan Rodríguez no es un viajero dispuesto a constatar recuerdos y memorias que pudieran atestiguar su presencia aquí o allá, sino tan sólo un intermediario de vivencias azarosas y fortuitas que le convierten en simple gestor de cada momento presente.

Resulta turbadora la capacidad de sus imágenes para no concedernos indicio alguno de lugar, fecha o época, a la vez que extraordinaria su facultad para encerrar en sí mismas una historia con principio, nudo y desenlace, como si se tratara de fotogramas de celuloide que pudieran describir la totalidad de una película cinematográfica. Piezas únicas, solitarias, extrañamente bellas, perturbadoramente misteriosas en las que parece -a la vez- que todo ha sucedido y todo está por suceder.

De nuevo la inamovilidad de la imagen, de nuevo esa detención que nos permite establecer la conexión entre la forma, la intención, el tiempo y el espacio. Una conexión que cuando acontece -como en el caso de la obra de Juan Rodríguez- provoca una simbiosis única y mágica que da a luz un reclamo sensual, de súbita atención, de punzante imposibilidad de volver la vista hacia otro lado, de sublime estado de placer que inunda el espíritu en una especie de marea que te aleja de la razón y del intelecto para posarte levemente en el centro del alma.

Francisco González