Desde hace unos cuantos años cuando llegan las Navidades siento una especie de vergüenza ajena y desasosiego al disfrutar de esos días junto a la familia degustando, en torno a una engalanada mesa, viandas poco habituales en el menú del día a día. Siempre he creído que mi felicidad podría ser injusta con aquellos que desposeídos de todo no podían, de una manera u otra, gozar de esos momentos con sus seres queridos.
Ahora es tiempo de vacaciones y por primera vez advierto la misma desazón que me embarga en las fechas navideñas.
No se trata de exagerar, ni de dramatizar, ni de adoptar una simple postura pues, no en vano, a uno no le han regalado nada en la vida, pero una simple ojeada a la realidad cotidiana, o un simple estar al día, implica ser conscientes de que millones de seres humanos en este mismo tiempo carecen, no ya de vacaciones, sino de lo más mínimamente imprescindible para sobrevivir.
El mundo se ha poblado en la última década de millones de seres desamparados, desheredados, perseguidos, desposeídos de sus derechos más elementales, sufriendo guerras en las que se han visto implicados y avocados a migrar para salvar sus propias vidas y las de sus seres queridos.
En el post anterior mostraba la tragedia de los rohingyas, hoy, la foto que acompaña este editorial es de migrantes sirios que huyen de la guerra hacia las costas de Grecia para salvar sus vidas aunque contradictoriamente la puedan perder en el viaje.
¿En qué hemos convertido la existencia de la humanidad? ¿qué suerte de chip ha dejado de funcionar en nuestras cabezas? ¿cómo es posible no ser sensibles a todas estas tragedias?
Ya no se trata de este o aquel país, de esta o aquella nación, de una religión u otra, da igual la condición, el género, la raza o la etnia, se trata de la supervivencia de la humanidad y en ello deberíamos de estar implicados todos y cada uno de nosotros y nosotras.
Foto: Alessandro Penso / For The Washington Post