Fotografía contemporánea por Francisco González Fernández.

Tierra de sueños

Hace tiempo que el territorio y el paisaje, así como sus modos de representación artística y cultural, se pusieron al servicio de la industria turística, dentro del proceso globalizador de la economía, pasando a ser objetos de inversión para el consumo capitalista.

La playa y el sol han sido -durante mucho tiempo- el reclamo esencial para acceder a un paraíso único en el que se concretaba el modo de evasión por excelencia, pero -hoy en día- sólo constituyen un mero imaginario, una pura ficción, una simple entelequia que se derrumba cuando se alza la mirada y se advierte el muro de hormigón que se levanta tras nosotros a modo de ciudad agobiante y estandarizada.

El turismo se ha convertido en el eje sobre el que se constituye la visión del mundo y junto a él, el arte y la cultura se han puesto a su servicio con el fin de legitimar un modelo que en esencia trata de limitar la diferencia y la diversidad revistiéndolo todo de una pátina de uniformidad benéfica y necesaria.

El postcapitalismo globalizador plantea el turismo como un fenómeno político y cultural que debe de insertarse en un modelo social basado en el ocio y en el consumo, en donde las tecnologías de la información y la comunicación tienen como misión el ampliar la demanda de necesidades que produzcan una activación del mercado que incremente la generación de beneficios económicos.

En este sistema, el individuo se ve siempre impelido a satisfacer las ansias de una felicidad que le viene impuesta e inducida y que llegan, hasta él mismo, a través de imaginarios que le impulsan hacia el deseo de evasión, de viajar, de descubrir el mundo y esencialmente de poseerlo. En tanto instrumentos de socialización, el arte y la cultura comparten con el turismo buena parte de sus estrategias pues también se dirigen a legitimar el mismo modelo sobre el que aquel se erige.

La cultura, hoy, no es tanto la simbiosis del poso de la historia y de la efervescencia creativa contemporánea de un pueblo, como un modo de apropiación y representación del mundo construido por agentes sociales que delimitan lo que hay que mirar, disfrutar y consumir. En cierto modo, y gracias al turismo, la cultura se ha convertido en mera colección de souvenirs, en simple cúmulo de representaciones que identifican el lugar, el sitio, la ciudad, el país y que sirven como justificante de una experiencia o de un viaje aunque ésta no se haya producido o aquel no se haya realizado porque, en realidad, todo recuerdo puede comprarse en el baratillo de cualquier esquina de nuestro barrio.

El arte ha visto cómo se perdían sus núcleos teóricos y formales y cómo su producción artística, en su labor de enfrentamiento a la ortodoxia moderna, se nutría de una heterodoxia constituida por el uso indiscriminado de una pluralidad de medios recursos y soportes provenientes de disciplinas artísticas diferentes y en ocasiones distantes, pero hoy el corolario de esa evolución nos ofrece una suprema estandarización en la que todo se encuentra uniformado.

La sociedad actual es la sociedad del relativismo y en ella el arte ha dejado de disfrutar del protagonismo exclusivo en donde, como dijera Jameson Frederic, la producción estética ha pasado a manos de la producción de artículos en general, artículos que, para poder alimentar al sistema, deben de ser producidos y creados a una velocidad tal, que la obsolescencia de los mismos se produce casi aún antes de ponerse a la venta.

La estética se dilucida y explicita hoy en los medios audiovisuales, en los discursos de la industria cultural, de la moda, del deporte, de la formula 1, para ponerse al servicio de la lógica del sistema. El arte se ha convertido en una mercadería más asimilada a cualquier otra. Es un producto fungible y adquirible y su valor reside en el precio de referencia que otorga el mercado y su especulación.

El arte en su irrealidad otorgaba significado a lo real, hoy hemos sustituido la realidad por un universo de significados en donde el arte -convertido en uno más- se encuentra a la deriva de su propia significación.

En esta crisis de identidad el arte se ha travestido en algo perverso. Sólo lo que está dentro del arte es arte, lo que está fuera no, y todo lo que está dentro del sistema se convierte en fetiche, en producto cultural al servicio del pensamiento único y de la economía del mercado global.

Hoy día es arte lo que se vende y se vende lo que se pone de moda a través de una dinámica de producción e intercambio de información. El mercado se basa en lo transitorio y caduco, y dentro de él el arte, en cuanto mercadería, se ve forzado a un incremento de su heterogeneidad discursiva y formal.

En un mundo en el que todo se ha convertido en una larga sucesión de representaciones y en una acumulada precipitación de imágenes en donde reina la semejanza y la uniformidad, es al artista a quien cabe la tarea de descubrir las diferencias y ponerlas de manifiesto por medio de su expresividad, poniendo luz ante la multiplicidad de mensajes que diariamente se agolpan ante nuestros sentidos.

Foto: Massimo Vitali